Sentado en una mesa de cantina
a solas con su duelo y una copa,
va mascando de nuevo otra derrota.
En la senda, tan solo le acompaña
el cansancio de quien, construyendo un nido,
observa sorprendido su caída.
Ya no queda la brisa, ni el aroma
del mar, ni se vislumbra
el pálido reflejo de la luna.
Solo queda la costumbre del paseo,
en busca de su estrella y, después,
el camino conocido que le lleva
de vuelta hasta la misma cantina,
en la que, cada noche, ruega a Dios
que en el fondo del vaso, se dibuje
una luna que le acune entre sus brazos.
© Sofía B.
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