Estaba sola.
Nadie amanecía en su mirada.
Nadie acompañaba sus pasos, lentos,
errantes, por caminos oscuros,
ocultos en las sombras
de tantos fríos y grises atardeceres.
Nadie venía a arropar sus sueños,
cuando precisaba de refugio.
Nadie, a saciar su hambre
de unas manos generosas en caricias.
Y en soledad, preñada
de dones que compartir, de semillas
que sembrar en otros corazones,
a su llamada nadie acudía, y ella
se bebía su tristeza, y a su soledad
el llanto de sus ojos ofrecía.
© Sofía Barral. Enero 2005
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